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Le dijeron que su hija había muerto, en la morgue la encontró viva: a 10 años de un caso sin respuestas.

Analía Boutet quiso ver a su hija antes de irse de alta: necesitaba despedirse, “verla para caer”. Se suponía que había muerto al nacer, por la mañana, pero cuando abrió el pequeño cajón, ya de noche, la beba se movió, la miró y lloró “como un gatito”. La historia de Luz Milagros osciló entre la alegría y el espanto y acabó siendo la historia de “la beba que murió dos veces”

Es martes 3 de abril de 2012, ya es casi la medianoche. Analía camina con dificultad por un pasillo del hospital: acaba de sacarse el camisón, tiene la mirada desencajada. De un lado, camina también su marido, que la sostiene de un brazo; del otro, la acompañan su hermano y su cuñada. Es una noche fresca de otoño y el silencio de los cuatro hace eco entre las baldosas frías y los techos altos de este hospital público.

Están yendo hacia la morgue porque Analía insiste: quiere ver a su hija, despedirse para caer. La beba lleva ahí 12 horas. Nació muerta, se supone.

“Venimos por Lucía Verón”, balbucearon en la puerta, y una guardia de seguridad los hizo pasar. Después, la empleada abrió la cámara de refrigeración, sacó un cajón pequeño y lo apoyó sobre una mesada. Analía tomó aire, se acercó e intentó abrirlo con las manos, pero no pudo: la tapa ya estaba clavada. Fabián Verón, su marido, tampoco pudo hacerlo con las manos, por lo que tuvieron que buscar un fierro, improvisar una barreta y hacer palanca.

“Cuando ya estaba abierto todos dieron unos pasos para atrás, como para darme intimidad”, cuenta Analía Boutet a Infobae, a 10 años de la noche más terrible e inverosímil de su vida. “Yo quería despedirme pero igual tenía miedo, no sabía con qué me iba a encontrar”, recuerda. Se refiere a que su hija había nacido a los seis meses de gestación y su temor era que no estuviera del todo formada.

Analía corrió lentamente la tapa, la apoyó en la mesada, pero no vio nada. Su hija estaba cubierta con una tela vegetal blanca. Retiró la tela de a poco: empezó por un costado, hasta que asomó una mano minúscula. Después, volvió a tomar aire y comenzó a destapar la cara.

“Y ahí pasó todo. Ella giró la cabeza y me miró, no me voy a olvidar nunca, le brillaban los ojos. Me acuerdo que se encendió el motor de las cámaras de refrigeración y empezó a haber ruido y, justo en ese momento, largó un llantito, como el de un gatito. Yo me asusté, salté para atrás y miré a los demás, que estaban parados a unos metros. Ahí me di cuenta de que nadie había escuchado nada, pensé que me estaba volviendo loca”.

Analía volvió a acercarse en silencio, temblaba. “Y cuando vuelvo a mirarla, se estaba desperezando”. Lo que hizo fue gritarle a la guardia de seguridad: “¡Señora, ¿por qué mi bebé se mueve?!”. La mujer saltó de la silla, se acercó, vio que la beba se movía, se desesperó. La alzó, trató de escucharle los latidos. Analía, a su lado, cayó de rodillas al suelo.

La imagen final es el hermano de Analía corriendo desaforadamente por el mismo pasillo por el que habían llegado a la morgue, ahora con la beba apretada contra su pecho. “El decía que había sido como llevar una botellita de hielo apretada contra el cuerpo”, recuerda.

Lucía Abigail había sido dada por muerta al nacer y había sobrevivido casi 12 horas en una cámara de refrigeración de la morgue del Hospital Perrando, en Resistencia, Chaco, un edificio público con más de 100 años de historia.

Parecía una beba de piel oscura pero estaba morada, tenía una capa de escarcha sobre el cuerpo. Nadie sabe a ciencia cierta si la cámara funcionaba correctamente pero la temperatura habitual de esas cámaras de conservación suele ser de entre -1 y – 2 grados.

El resto ya no es la historia de Lucía Abigaíl Verón sino la de “Luz Milagros”, una historia que conmocionó a la Argentina y de la que mañana se cumplen 10 años: 10 años en los que hubo de todo menos respuestas.

Antes del horror

Analía había llegado al hospital el 30 de marzo de 2012 derivada por su obstetra. Le habían diagnosticado una complicación del embarazo llamada “placenta oclusiva total”, lo que significaba que la placenta estaba tapando el canal de parto y había comenzado a desprenderse. Estaba en el sexto mes de gestación y había llegado con un sangrado profuso.

“Mi libreta sanitaria lo decía claro: tenía indicación de cesárea”, recuerda ella, que a pesar de los años y del trauma no olvidó ningún detalle. Era el año 2012, nadie usaba las palabras “violencia obstétrica” pero lo que ahora cuenta cabe cómodamente en la definición.

“Me dijeron que era muy chiquita y que no iba a aguantar, desde el momento en que llegué la tomaron como un bebé muerto y me pusieron una pulsera que decía ‘aborto’. Yo no entendía nada, porque la sentía moverse todo el tiempo”, describe.

“Después venían y me hacían tacto, cosa que yo les pedía que no hicieran, y uno de esos tactos causó la ruptura de la bolsa. Yo sentía que salía líquido y se los dije pero no me creían, me decían que era yo que me estaba orinando”. Analía tenía 29 años y cuatro hijos, sabía lo que era romper bolsa.

“Me hacían las ecografías y discutían adelante mío lo que estaba pasando, pero no se ponían de acuerdo. Uno decía que por la ruptura de la bolsa se veía que salía el piecito, el otro decía que no era un pie”. Pasó un día, otro, pasó el feriado del 2 de abril y el 3 por la mañana Analía comenzó a vomitar algo de color verde.

“Lo último que me acuerdo es que una de las médicas me puso el monitoreo y Luz se seguía moviendo. Me llevaron a la sala de partos, yo tenía indicación de cesárea también porque Luz venía de cola. Una le dijo a la otra ‘dejala ahí nomás, hay que dejarla que expulse sola’, trajo una chata y la puso debajo mío como para que cayera, digamos, como un bebé muerto”.

Eran las 10 y 20 de la mañana. Después, dice en presente, “me inyectaron algo y yo me duermo, o sea, no la veo, no la escucho, no sé si llora, nada”. Analía se despertó al mediodía sin saber lo que había pasado y aquello de la violencia obstétrica -en este caso, el trato inhumano- siguió mostrando sus diferentes caras.

“Vino una de las enfermeras y me dice ‘¿quién va a anotar a tu bebe?’, y yo le contesté: ‘El papá está ahí afuera’. No pasó ni un minuto que vino otra enfermera y me dice: ‘¿Vas a querer saber la causa de muerte?”. Analía quedó tan paralizada por la forma en la que se estaba enterando de la muerte de su hija que no dijo nada: no dijo “si quiero”, no dijo “no quiero”.

Después entró a verla Fabián, su marido, que ya sabía pero que no se había animado a ir solo a la morgue. “Mi hermano dice que nunca se va a olvidar de mi cara en esa cama: yo tenía la mirada perdida, como quien dice ‘cara de loca”.

Detrás de esa expresión, había una madre que pensaba lo impensable: ¿qué se hacía en esos casos? ¿un velatorio? ¿qué iba a hacer cuando le bajara la leche? ¿cómo se lo iba a decir a sus hijos? ¿cómo se le cuenta la muerte a un nene de 12 años, a una de 9, a otra de 8, a un nene de 5?

Analía firmó el alta voluntaria el mismo día del nacimiento, quería volver a su casa.

“Me vestí para irme. Lo único que quería era ir a verla antes, quería ir a toda costa”, recuerda. Estaba todavía en ese limbo, cuando la muerte es todavía un anuncio pero falta tiempo para que la ausencia empiece a pesar. “Yo no sentía nada, estaba como ida, no sentía el dolor por la muerte de un hijo”, explica ella. Sabía que necesitaba ver para caer, sabía también que era la única chance de despedirse.

De Lucía a Luz Milagros

No hubo muchos momentos de silencio después de que la tía de Analía enviara un mail a un canal de televisión y la noticia se instalara en los medios de todo el país. La prensa pivoteaba entre el horror y el milagro, lo mismo que Analía, que denunciaba públicamente lo que había pasado y a la vez sonreía frente a las cámaras por la alegría indisimulable de tener a su hija viva.

Para ese entonces, la beba ya se llamaba Luz Milagros. Milagros, por razones obvias; Luz por algo que había sucedido durante los últimos días del embarazo y que Analía había llenado de sentido después.

“Una madrugada había escuchado ladrar perros, eran muchos perros y ladraban todo alrededor de mi casa. Abrí los ojos y en la oscuridad vi una luz. Era rara, no era un farol, no había nada pero la luz estaba ahí”. Analía creyó que había soñado y no le dio importancia pero sus compañeros de la Iglesia evangélica le dijeron que eso era “un querubín”: un ángel cuya representación es, según la tradición religiosa, la de un niño con alas.

Luz estaba viva pero el pronóstico no era bueno: el 90% de su cerebro no funcionaba. El revuelo era tan grande, tan grande la amenaza de que iban a volar cabezas de todo el hospital, que todos trataban de cubrirse: “Imaginate que a los 12 días tuvo un paro cardiaco y me llamaron para que viera cómo la resucitaban”.

Luz llegó a su casa cinco meses después de su nacimiento. Llegó con una mochila de oxígeno y una traqueotomía. Era bebé pero no existían tetas ni mamaderas: la única forma de alimentarla era a través de un botón gástrico. Tenía microcefalia y un destino bastante claro: “Nos dijeron que más de dos años no iba a vivir pero bueno, con todo lo que había pasado, yo no quería resignarme”, dice Analía.

Un mes después de haber llegado a casa, Fabián, su marido y papá de Luz, se fue.

Analía se enfocó tanto en Luz que le sacó atención al resto de sus hijos, algo de lo que hoy se arrepiente. Estaba harta de escuchar los “no”: “Me decían ‘no escucha’, y yo le veía los gestos cuando cerraba una puerta fuerte; ‘no siente nada’, y yo le veía caer las lágrimas cuando algo le dolía”. Tal vez por eso confió en que un tratamiento en China, muy cuestionado por ser experimental, podía ayudar a mejorar el estado de salud de su hija.

Analía viajó a Buenos Aires, organizó una colecta, hizo los pasaportes pero no llegó a viajar. Cuando su hija tenía 1 año y dos meses tuvo una infección generalizada y quedó internada en Rosario, adonde Analía había ido a visitar a su hermana.

“Luz se está apagando”, le advirtió el médico antes de que a Analía le agarrara una crisis de nervios y lastimara a su mamá, que trataba de abrazarla para contenerla. “Si me preguntás, de todo lo que pasó, cuál fue el momento más traumático, yo te diría que ese: el día en que Luz falleció por segunda vez, digamos. Es que pasaban las horas, los días, y yo lo único que pensaba era: ¿y si se despertó otra vez? ¿y si voy al cementerio y la encuentro viva? No, no, cosas muy feas”.

La muerte de Luz Milagros -sostiene- no fue un alivio para ella. “Más allá de lo difícil que fue todo, ella trajo mucha alegría a mi vida. No fue un alivio para mí pero creo que sí para ella, porque obviamente, eso no es vida”.

El impacto de lo que pasó -la primera, la segunda muerte de Luz- fue tan demoledor que tuvo consecuencias devastadoras en la familia. Fabián, el papá de Luz, “se perdió. Se hundió en el alcohol y en todo lo que se te pueda ocurrir. El gobierno de Capitanich le había prometido un trabajo y no le dio nada, vivió en la miseria”. Fabián se enfermó de cáncer de esófago y murió en 8 meses. Tenía 40 años.

A la hermana de Analía le detectaron un Linfoma de Hodgkin. El hermano -el que corrió con Luz y la sintió como una botellita fría sobre el pecho- tuvo un accidente de moto muy grave y ahora está a cargo de Analía, que se dedica a vender zapatillas. Después de la muerte de Luz, Analía se empastilló y terminó internada: “No pensé en matarme, yo solo quería dormir”.

Como todo sucedió en un hospital público, en 2014 el gobierno de Chaco echó a una de las médicas, María de las Mercedes Veira, la neonatóloga pediátrica que había diagnosticado “feto muerto”. Las otras dos profesionales señaladas no sufrieron sanciones (una, la tocoginecóloga, dijo que sólo había atendido a la madre y no a la beba; la otra, que sólo había participado del parto).

“No existe un protocolo respecto del tiempo que los profesionales deben esperar para enviar los cuerpos a la morgue -dice el decreto 214 de la expulsión-. En el caso resulta evidente que fue demasiado pronto, habían transcurrido 35 minutos desde el nacimiento”.

Sin un buen asesoramiento y enfocados en la salud de Luz, la familia no impulsó un juicio penal por mala praxis, tampoco la justicia, que debería haber actuado de oficio. Un abogado -“que se acercó y nos dijo que no quería que le paguemos, que solo buscaba reconocimiento”-, comenzó un juicio civil por daños, “pero no hizo nada”, se queja Analía.

El caso por daños lo lleva ahora el Dr. Carlos Leunda, que explicó a Infobae que, con las actualizaciones por inflación, el juicio contra la provincia de Chaco por “daño moral” asciende a algo más de 50 millones de pesos. El juicio no será oral sino escrito, su cálculo (o su deseo) es que este año debería haber sentencia.

Es tanto el horror que se fue apilando en estos 10 años que en la entrevista se hace un bache, un silencio que Analía percibe y se ocupa de llenar. “Ah, pero tengo una buena noticia”, dice, y hasta por teléfono se nota que sonríe.

Va a ser abuela. ¿Cuándo? En estos días, la fecha probable de parto es la misma en la que nació Luz. “Cosas de la vida”, se despide.

Fuente: https://www.infobae.com/